lunes, mayo 15, 2006

Cuaderno de poesia en borrador II


Libertad.
Me entierro a mi condena inventada.
Me entierro a voluntad
Mil muertes más, mil resurrecciones.
Es sólo un invento.

Sin miedo
Donde están las botas y el látigo
Que no he podido domar a los leones.

A peso
Todo parece verdadero, duradero. Peligroso escondite.
“aquí donde puedas verme voy a esconderme”
Estoy aquí detrás de mí.

Sexo
La turbulencia del deseo aplacada.
La falda planchada.

Conversación
Solo oigo tu voz, ¿cual es mi dial?
A esta distancia no entra bien la señal.

Deuda

Era la Feria del Libro del 2001, la editorial Norma relanzaba Primero Estaba el Mar de un escritor antioqueño muy poco conocido en el país. Esa novela, sobre J, la manigua y el mar, había sido publicada 18 años antes por un embriagante proyecto editorial, Publicaciones El Goce Pagano. En esa época Tomás González, el autor, era el encargado de servir los tragos en un lugar de salsa del mismo nombre.

El año anterior al relanzamiento de Primero estaba el mar, Moisés Melo editor de Norma, se había dado el lapo de publicar una novela difícil y muy cómica titulada La Historia de Horacio, la cual cuenta la historia alambicada de una familia paisa, que pasó, como tantas cosas, sin pena ni gloria por las librerías colombianas.

Mi misión era hacer que ni el relanzamiento, ni Tomás González pasaran sin pena ni gloria. Tristemente, la novela pasó, con mucha pena, sobre todo del escritor, y con una gloria efímera de dos o tres reseñas en los diarios y un par de notas para los noticieros locales de televisión.

Tomas González es tímido. Lo que hacia un poco más complicado el asunto de sacarlo del anonimato. Había llegado a Bogotá después de 20 años sin pisar estas tierras y estaba controlado por una frenética jefe de prensa.

En Medellín teníamos el gran evento, nos montamos en un avión y sentados en la silla, con 45 minutos por delante sentí pánico ¿ahora de que le hablo? A mí los minutos me quedaron cortos, para él debieron ser eternos, cuando aterrizamos en el aeropuerto José María Córdoba de Río Negro, me preguntó si conocía la filosofía Zen, esas fueron las únicas palabras que me dijo ese día.

Almorzamos un horror de bandeja de arriero con chicharrón de catorce patas. A las tres empezamos a visitar a los periodistas y se nos fue la tarde, nos fuimos para el hotel a cambiarnos y de ahí a la Biblioteca Pública Piloto, en el barrio Carlos E. de Medellín, a donde muchos asistieron con el ánimo de volver a ver al sobrino del célebre filosofó y orgullo antioqueño, Fernando González.
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Los presentadores hablaron del poder de los recuerdos en la obra de González y muchos querían saludar al hijo prodigo. Desde ese momento, en la mirada de Tomás se poso un velo, como una micro pantalla de cine por la que empezó a pasarle su pasado.

Nos emborrachamos en El Niagara, una tienda en el poblado que tiene cinco puertas, a donde van todos los intelectuales parranderos de Medellín.

Al otro día seguía nuestra tortura, nos encontramos en el restaurante del hotel, Tomás me pidió no dar más entrevistas, dijo que se estaba sintiendo como un bobo diciendo siempre lo mismo.

La Historia de Horacio no es un libro fácil de leer, en él Tomás retrata a unas tías amargas y ambiciosas que me causaron mucha impresión. La manera como Tomás describe a los personajes es como si al mismo tiempo en una fotografía pudieran aparecer el físico y la personalidad. Utilizando una técnica casi policíaca como la de los retratos hablados las imágenes que da son tan nítidas que los retratos mentales que uno como lector se hace de los personajes y de los paisajes son perfectos.

Esa mañana llegamos a envigado, luego de haber montado en metro, en la plaza, frente al atrio de la iglesia, junto a una Ceiba inmensa. Teníamos el resto del día libre, una plaza enmarcada por tiendas y una competencia fuerte de equipos de sonido con Darío Jaramillo a todo volumen. Tomás me invitó a tomar algo para espantar el guayabo. Pidió un aguardiente y una cerveza para cada uno y me contó que en la época de la marihuana y en el comienzo del narcotráfico esas tiendas habían sido reformadas por traquetos.

Empecé a mirar hacia el interior, por las puertas se dejaban ver las reformas. Recuerdo una que tenía bancas blancas con espaldar alto, tapizadas de charol rojo, la pata de mármol blanco y encima un vidrio grueso verde claro. Afuera una mujer triste veía pasar el día.

Ya no se si son mis recuerdos o las imágenes de El Rey del Honka Monka, un libro de cuentos esplendido, mí preferido, que apareció dos años después.

Pasaron dos cervezas, dos aguardientes y pocas palabras, se paro, fue hasta la barra, pagó y me pregunto si lo acompañaba hasta la casa de su tío.

Llegamos bajo un sol inclemente de mediodía, yo me estaba muriendo de ganas de entrar a un baño, pero resultó que la casa del tío era un museo y que el museo estaba cerrado. Tomás se puso triste y la pantalla se apagó.

Salte, con mucha dificultad una rejita azul clara. Tomás me gritaba que no me metiera, que era peligroso, yo claro que quería que él entrara a ver la casa, pero sobretodo quería un baño. Al rato apareció una mujer mayor. Yo, toda atropellada por la urgencia, por los aguardientes y por la emoción, alcance a decirle Tomas González, la mujer se quedo seria, me clavo la mirada y me dijo: El niño Tomás esta aquí. Si señora, le puede por favor abrir la puerta y prestarme un baño.

Ella salió corriendo y cuando lo vio se quedo parada detrás de la reja, caminaron juntos muy despacio hasta la puerta de la casa de Fernando González.

Cuando entre, el rostro de Tomás se había transformado. No dijo nada sólo recordó: aquí quedaba la biblioteca, allí jugábamos fútbol mis hermanos y yo, esta era la pieza donde yo dormía.

A mi el corazón empezó a saltarme y las lagrimas se me juntaron todas antes de los parpados, no dijimos nada, salimos despacio y nos despedimos de la señora, cruzamos la calle.

Entramos a una tienda de viejo y salieron dos señoras muy pispas. Tomás se quedo helado y trato de pronunciar un nombre, ellas también se quedaron atónitas, pero no se movieron, no dejaron el rictus de amargura de sus caras, les costo trabajo acercarse para darle la mano. Salimos corriendo. Eran las tías, existían de verdad